No dejo de aventarme hacia los abismos.
Sin capa, sin espada. Sin red.
Solo con el impulso magnético del caos disfrazado de orden.
Como si la mente, tirana y tierna, me susurrara dulcemente:
“Salta, Ana María… te prometo que abajo hay respuestas.”
Y salto.
A las profundidades que no piden permiso,
a los desiertos que no dan sombra,
a ese limbo entre lo real y lo posible,
donde cada pensamiento se disfraza de profeta
y cada número contado
es una plegaria
para que el mundo no se desmorone.
Digo a mi mente:
Detente, ahora duerme.
Y ella, ladina, me responde con un murmullo seductor,
se adueña de mi voluntad,
me embelesa con un desfile de frases inacabadas,
como si las palabras no dichas
fueran niños huérfanos que me ruegan nacer.
¿Acaso debo rescatar la locura del encierro?
¿Liberarla? ¿Alimentarla? ¿Escucharla?
¿O solo dejar que me consuma lentamente
mientras recito el abecedario en voz baja,
como si cada letra fuera un hechizo contra la ruina?
Mi mente es un ente.
No maligno. No benigno.
Solo insaciable.
Con sed de rima,
hambre de lógica
y capricho de eternidad.
Me duerme con caricias,
y luego me grita:
¡No huyas! ¡No seas cobarde!
Empáchate de versos,
del delirio que te define,
de esa voz etérea que nadie oye,
pero que tú, tú,
la escuchas a medianoche
como si viniera del fondo de Dios o del fondo de ti misma.
Cuenta del 1 al 10.
De la A a la Z.
Hazlo otra vez.
Y otra.
Y otra.
Porque si no lo haces,
algo se rompe.
Algo se escapa.
Algo muere.
Y entonces, la rutina…
ese amo cruel,
te convierte en autómata de día,
mientras de noche eres poeta en llamas,
con una mente iluminada
que solo sueña con fugarse del cuerpo.
Porque no es por nada…
pero las palabras se han vuelto cómplices de esta obsesión.
Aliadas de una mente enferma
que no quiere silencio,
sino sinfonía.
Que no quiere paz,
sino vértigo.
Y que hace de la noche
una danza de voces que palpitan,
que seducen,
que envuelven…
Y no duermen.
Y no duermen.

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