La simplicidad de la vida
no necesita defensa,
se impone como el suspiro
que uno no planea,
pero salva.

Porque mientras el mundo colecciona apuros
como si fueran trofeos,
yo tiendo mi cama
como quien extiende un mapa
de regreso a mí mismo.

Y en cada trapo que exprimo,
exprimo también el exceso.
En cada plato que lavo,
lavo las penas no dichas,
esas que se quedaron
pegadas al borde del alma.

La lavanda, oh sí,
esa alquimista doméstica,
convierte mi suelo en santuario,
y mis pasos,
en plegarias sin palabras.

Me preguntan por mis planes,
y yo pienso en mi perro,
que no entiende el futuro
pero baila de alegría
cuando le doy un trozo de pan.
Él sabe lo que yo olvido.

La rutina no es jaula,
es cuna.
Y si sé abrazarla,
ella me canta bajito
canciones que el ruido del mundo
jamás sabrá traducir.

Porque la meta no siempre está
al final del camino…
a veces está en detenerse
a mirar cómo la luz cae
sobre una taza recién lavada
y entender, por fin,
que la simplicidad nos conecta al presente
y, si la dejamos, nos salva siempre.

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