(El que ahuyenta fantasmas y reparte sonrisas)
Llenas todo de tus pelitos blancos.
Los rincones donde no llega la escoba se vuelven esferas mágicas,
flotando con un poco de viento,
como si tu esencia quisiera quedarse ahí,
marcando territorio…
como diciéndome: “Aquí también estoy.”
Y sí, estás.
Cerca.
Siempre cerca.
Olfateando todo, queriendo robar lo que como,
invadiendo espacios que a nadie más permitiría cruzar.
¿Qué puedo hacer con este amor peludo que se mete por los poros?
Me miras en silencio con esos ojos negros como platos,
grandes, brillantes, llenos de algo que no sé explicar…
¿Es ternura? ¿Es calma? ¿Es una conexión que no pertenece solo a este mundo?
Porque a veces, te lo juro, siento que ves en mí
eso que es invisible a los ojos.
Para ti,
soy todo.
Y tú…
eres mi testigo silencioso.
El que no juzga.
El que siempre me ve con ojos de amor absoluto.
El que me da paz.
El que, a veces, también es un pequeño terremoto con patas.
Corres de un lado a otro,
mueves tu colita como si espantaras mis demonios internos,
ladras, gruñes, muges (sí, muges… porque a veces no sé qué idioma hablas).
Y me llevas, sin pedir permiso,
a tu mundo simple,
básico,
genuino,
donde todo lo que importa es estar, mirar, mover la cola,
comer algo rico y quedarse dormido cerca de quien uno ama.
Santino te llamas.
Y de santo no tienes nada.
Excepto que todas las mañanas me arrancas una sonrisa.
Y cada noche, con tus ronquidos, ahuyentas al coco,
a los fantasmas,
a las preocupaciones,
a ese nudo en el pecho que a veces no se va con nada…
salvo contigo.
Eres un ángel peludo,
un compañero fiel,
el dueño de mi corazón
aunque no hayas pedido permiso jamás.
Y no hace falta que lo hagas.
Porque ya lo sabes.
Porque ya es tuyo.