Me asomé por la ventana y el mundo estaba intacto.
Las casas en pie.
Los niños en los columpios.
Los perros corriendo con la lengua de fuera.
El mismo cielo, descarado, azul.
Y me pregunté:
¿Cómo puede seguir todo esto de pie…
si yo ya no estoy entera?
¿Cómo puede girar el mundo
cuando el mío se hizo pedazos
el día que se fue mi Madre?
Ella,
que decía mi nombre como si fuera plegaria.
Ella,
que era mi raíz, mi abrigo, mi canción favorita.
Hoy no hay edificios colapsando,
ni mares revueltos,
ni trompetas del Apocalipsis.
Solo este temblor interno,
este abismo que nadie ve,
este hilo invisible que aún me ata a la vida,
cuando mi alma ya partió con ella.
Y me quedo acá,
mirando el parque desde la ventana,
preguntándome si alguien,
si siquiera Dios,
entiende la magnitud de este vacío.
Porque no se trata solo de muerte.
Se trata de haber sido arrancada de la única persona
que me sostuvo incluso cuando yo ya no quería sostenerme.
Se trata de no escuchar nunca más
ese «Anamarys»
que me resucitaba más que mil milagros.

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